Nuestro pequeño homenaje a este tren, uniéndonos a los deseos para su recuperación como motor turístico de la comarca del Abadengo y del Sur de las ARRIBES.
Otra reivindicación más a la Junta de Castilla y León.
¡Tienen trabajo en esta querida tierra!
En la revista ilustrada madrileña "La Ilustración española y americana" de 1897, 30 de julio, el autor Zeda publica un bonito cuento, probablemente basado en tradiciones orales que había escuchado en las Arribes salmantinas. Hacía sólo 10 años que se había inaugurado nuestra vía férrea...
“El Salto del Gitano”
“Nadie le había visto: la calle estaba solitaria, y apenas apuntaba el día. Un poco de resplandor por el Oriente, y nada más. Serían las cuatro de la madrugada.
- ¡Oh! Si siempre fuera de noche...
Todo sombras, todo obscuridad: el sol es un delator -pensaba el fugitivo deslizándose cuidadosamente junto á las tapias de adobes que forman las callejas del pueblo.
De repente se detuvo.
- ¿Eh?.¿Quién va?. Nadie le contestó!
- ¡Bah! Es un árbol; respiro...Pues no había creido que era un hombre...
Pensaba que no iba a acabarse este maldito lugar...
Llegó a la carretera, cuya larga cinta blanqueaba por entre tierras de labor á la claridad aun incierta de la mañana.
- ¡El campo! Aquí no corro peligro de que me sorprendan. Si me persiguen, no me faltará una zanja ó un matorral donde esconderme. Tengo cinco horas por delante; á legua por hora, cinco leguas. La frontera de Portugal está a ocho de aquí. Al anochecer habré pasado el Duero, y una vez en la otra orilla, nada tengo que temer. Iré a Lisboa ó á Oporto...y después a América. ¡Cinco horas!
Hasta las ocho de la mañana nadie advertirá, que la puerta del sr. Juan no se abre. Acudirá gente. Llamará...no responderá nadie. ¿Y quién ha de contestar?; los muertos no hablan. Luego irá la justicia. Entrara; primero el portal; después la sala; allí el arcón abierto y las ropas revueltas. En la alcoba, al pie de la cama, el señor Juan con los brazos en cruz, el corazón partido de una puñalada y los ojos abiertos, muy abiertos!...
- “No me asesines, decía: te daré lo que quieras, pero por Dios no me mates”.
Y se abrazaba a mis rodillas.
- “Te juro que no te denunciaré, que no hablaré...”
¡Para que yo le creyera!...¡No; los muertos no hablan!
Se quedó con los ojos abiertos, mirándome espantado...
¡Todavía los veo!...¡Oh, pero ellos no ven, no ven! Tengo sangre en las manos. Me las lavaré en el primer arroyo que encuentre.
Detuvóse un momento y miró enderredor suyo. Centrajose su boca con repugnante sonrisa.
- Aquí están; junto a mi pecho...Uno, dos, diez, veinte, treinta. ¡Treinta mil pesetas!
¿Tendrán salpicaduras de sangre los billetes?¡Soy rico!...
Y pensar que hace pocas horas no tenía ni unos cuántos céntimos para matar el hambre...Él, en cambio, tierras, casas y dinero. Bastante tiempo ha disfrutado de sus riquezas...¡Setenta años!...
¿Qué le quedaba por vivir?...¡Maldición! No tengo zapatos. Me los quité para entrar sin ruido en la alcoba. Caminar un día entero descalzo y a campo travieso. ¡Torpe de mí!...
Era ya de día; el fugitico se apartó de la carretera. En derredor suyo se extendía el campo solitario y triste.
- Ya me he hecho sangre en los pies. ¡Malditos abrojos!...
¡Qué contentos vienen aquellos pastores!. ¡Cantad, cantad, imbéciles! Trabajad como bestias...sudad como bueyes sobre el surco...Yo seré libre: soy rico.
Dos horas hacía que había salido del pueblo. Caminaba rápidamente, sin volver la vista atrás, sin dirigir una sola mirada a la torre del pueblo, cuyas ventanas parecían ojos muy abiertos que miraban a lo lejos. Al llegar cerca del pueblo N..... se detuvo breves instantes.
- A las seis y media llega á la estación el tren de Portugal; á las nueve en la frontera. Si yo me atreviese...¡Imposible! No tengo otro dinero que estos billetes. Dar mil pesetas un hombre descalzo para pagar un billete de tercera!...¿Cómo tienes tú este dinero? Me registrarían, verían esta sangre...
- “¡Ladrón! ¡Asesino! ¡A la cárcel...” ¡Y luego la Audiencia, la capilla, el patíbulo!...No,no..Adelante aunque me despedace los pies con los guijarros y las espinas.
Lejos silbó el tren: oyóse a poco el resuello de la locomotora y el rodar de la enorme masa. Detúvose en la estación, y se alejó silbando de nuevo y sembrando el aire de bocanadas de humo que el sol naciente doraba y el viento deshacía.
- Corre, corre...¡Oh! ¡Quién pudiera correr como él!...Todavía corre más el telégrafo. Dentro de dos horas esos palos y esos alambres que parecen mudos, gritarán con voz que se oirá a cientos de leguas...
- ¡Al asesino!...
Cerca de la senda por donde el hombre caminaba estendíase un monte de robles y encinas. El fugitivo se internó entre los árboles.
Aquí es más fácil ocultarme que en el campo...¿Qué ruido es ese? Es un vaquero que grita a sus reses...Me ocultaré entre estos carrascos. ¡Qué bien se está aquí! Esta zanja parece una sepultura...
¡Si pudiera dormir!...No, no puedo...Le veo siempre, siempre...Es mejor andar. Cuando esté en salvo podré dormir. ¡Qué dolor en los pies! Estas espinas son peores que los guijarros. ¡Ah! Ruido de agua corriente. Calmaré la sed que me devora, y me lavaré las manos. ¡Ira de dios! Se acerca un rebaño. Si me vieran los pastores...Por aquí, que es lo más espeso.
Y el miserable huyó, ocultándose entre las malezas. Mediaba ya el día cuando salió del monte. A aquella hora su crimen debía de estar ya descubierto. Sin duda le perseguían; quizá á pocos pasos estaba la Guardia civil; y acometido por el vértigo del pavor huyó cayendo y levantando, perseguido por la jauría de sus pensamientos.
Cruzó varias tierras, atravesó un prado y llegó á un paraje en que se cruzaban dos caminos. Tras de breve vacilación tomó el de la derecha, mas lo dejó bien pronto. La senda formaba varios recodos y siguiéndola era fácil encontrarse de repente con algún caminante.
- ¡Si me descuido!...Aquellos dos hombres son guardias. Los conozco en el brillar de sus carabinas. Me agacharé en este barranco. Siento que el corazón me late en la garganta...Los oigo. Ya están aquí. ¿Se detienen?...parece que pasan...se alejan...Sí, se alejan...¡Un esfuerzo más!...
* * *
En el confín del horizonte, por la parte de Poniente, destacábase las cumbres azuladas de una cordillera. Por entre aquellos montes corre el Duero.
- Adelante, adelante -dijo en voz alta el fugitivo, y aceleró su marcha.
El terreno que pisaba quedaba manchado de sangre.
-¡Dios mío, dame fuerzas!...He dicho Dios mío. ¡Qué necio soy! ¡Como si Dios oyese las súplicas de los asesinos!...¡Si fuera ya de noche!...
Terminada la llanura y empezada la montaña, ásperos pizarrales que hacían pensar en no sé que enorme amontonamiento de lápidas rotas de un cementerio de gigantes. Entre las junturas de aquellas canchas, cuyos bordes desgarraban los pies del caminante, brotaban enfermizas plantas amarillentas. El hombre, más que andaba, se arrastraba hacia la cumbre de los cerros, cada vez más ásperos. El cansancio, el hambre, la sed y las heridas de los pies le hacían detenerse; pero el pavor le daba fuerzas sobrehumanas, y seguía, seguía siempre estampando sangrientas huellas en los peñascos. Aun su misma víctima hubiera tenido lastima de él; tal era la expresión de angustia y dolor de su semblante contraido.
La tarde era serena y tranquila, una tarde de otoño en Castilla. Reclinándose el sol sobre nubes rojizas, enviando sobre los barbechos y rastrojeras sus rayos oblicuos. A largas distancias unos de otros, tal cual caserío, cuya chimenea humeante hacía pensar en la paz del hogar, en la cena sabrosa, en el sueño tranquilo.
- Los que están allí -pensó el fugitivo contemplando una lejana alquería- no tienen miedo.
Entonces pasó por su memoria el recuerdo de su infancia y de su juventud. La pobre casa en cuyo umbral había gozado de las caricias del sol cuando niños las encinas del monte vecinal, entre cuyas espesas ramas se arrollaban las tórtolas en primavera; la carcava cuyo ruido le asustaba en las largas noches del invierno; la era, cuyas parvas crujían al ser trituradas por los pedernales del trillo; las tierras de labor, cuyos surcos fecundos había él tantas veces empapado con su sudor. También había amado...Los domingos, al caer de la tarde, mozos y mozas al son del tamboril y de la dulzaina, bailaban en la plaza de la aldea...Allí lo vió por primera vez...
¿Qué quedaba de todo aquello?
Más cruel que la áspera subida por los pizarrales de la sierra era aquel recuerdo de sus placeres desvanecidos y de su honradez asesinada.
* * *
Cerca del pueblo de Aldeadávila, cuyo caserío se destacaba a los últimos resplandores del sol poniente en el lejano horizonte, corre el Duero. El río, que cuatro kilómetros más arriba tiene una anchura de doscientos metros, se va poco a poco estrechando hasta precipitarse en un cauce de roca viva, tan angosto, que ha sido causa de una tradición y del nombre de “Salto del gitano”.
Cuéntase que uno de estos bohemios, perseguido por la tropa y acosado de tal suerte que no tenía más remedio que morir ó entregarse, tomó carrera, y dando un salto verdaderamente prodigioso, salvó la distancia que media entre las dos orillas.
Cuando el fugitivo llegó al Salto del gitano era bien entrada la noche. El paraje no podía ser más imponente. Rocas enormes que parecían asomarse espantadas á la profunda cortadura; plantas, que colgadas sobre el abismo, agitaban á los impulsos del viento sus desgreñadas cabelleras; árboles que se retorcían como de espanto al borde del tajo, y en lo hondo el sonido amenazador del Duero...
El caminante se detuvo. A la medrosa claridad de la luna que se levantaba en aquel momento, midió con la vista la profundidad de la cortadura y se sentó en el borde de la espantosa sima. Así pasaron algunos momentos; ¡una eternidad!.
De repente oyó voces que se acercaban; levántose como sacudido por una corriente eléctrica. Púsose en pie sobre la roca y miró. Entre los peñascos vio relucir de fusiles. Le buscaban...Sin duda habían servido á los perseguidores las huellas ensangrentadas del caminante. ¿Qué hacer? Ocultarse, imposible; tratar de huir á derecha ó izquierda, era la perdición...¡El salto del gitano!
Anduvo unos cuantos pasos atrá; hizo un salto formidable, y saltó...
Su esfuerzo fue inútil, y el cuerpo del fugitivo cayó al barranco y desapareció entre las aguas del río, que siguió murmurando lúgubre y fatídico en el fondo de la pavorosa cortadura”.
ZEDA, “La Ilustración española y americana”, nºXXVIII, 30 de julio de 1897, Madrid.
El autor, ZEDA, es el periodista salmanatino Francisco Fernández Villegas (1856-1916), quien formó parte de un grupo de estudiosos y escritores amantes del folklore y de los cuentos populares salmantinos, ya antes de 1890.
Dejo aquí un enlace al documento completo:
http://www.scribd.com/doc/25021391/Del-salto-del-Cauallero-al-SALTO-DE-ALDEADAVILA
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